CRÍTICA DE CINE

Fuego: Pasiones maduras

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Fuego

Cartelera España 30/09/2022  

Título original

Avec amour et acharnementaka 
Año
Duración
116 min.
País
 Francia
Dirección

Claire Denis

Guion

Christine Angot, Claire Denis

Música

Stuart Staples, Tindersticks

Fotografía

Eric Gautier

Reparto

Juliette BinocheVincent LindonGrégoire ColinBulle OgierMati DiopIssa PericaHana Magimel

Productora

Curiosa Films

Género
DramaRomance
Sinopsis
Cuando se conocieron, Sara vivía con François, el mejor amigo de Jean. Ahora, Jean y Sara se quieren y viven juntos hace 10 años. Un día, Sara ve a François por la calle. Él no se da cuenta, pero a ella le invade la sensación de que su vida podría cambiar repentinamente. Al mismo tiempo, François retoma el contacto con Jean por primera vez en años y le propone volver a trabajar juntos. A partir de aquí, todos perderán el control.
 
CRÍTICA

Película a película, Claire Denis ha ido construyendo un corpus cinematográfico que ha acabado por rendir a la crítica y a los buenos aficionados, atentos a sus nuevos trabajos, no siempre fáciles de encontrar. Con sus altibajos, sus experimentos, su ansia por explorar territorios nuevos, siempre hay en sus obras un intento de huir de lo complaciente, de forzar las imágenes hasta la incomodidad, y al mismo tiempo abrir, o al menos sugerir, sendas novedosas.

En Fuego vuelve a uno de sus temas más recurrentes, las relaciones amorosas inestables, la búsqueda de un ideal que nunca acaba de materializarse, el amor en la forma de ausencia, por mucho que las apariencias digan otra cosa. La historia parte de una novela de Christine Angot, con quien ya colaboró en Un sol interior, una de sus películas más interesantes, con protagonismo casi absoluto, igual que en esta, de Juliette Binoche.

El fuego que anuncia el título de la película es una reinterpretación de los distribuidores nacionales, ya que el original es Avec amour et acharnement, algo así como Con amor y ferocidad. Y por una vez se puede decir que el cambio vulnera sin traicionar; si acaso abre una perspectiva que está presente y que invita a contemplar (¿O será que no se han querido juntar los términos «amor» y «ferocidad»?)

El fuego y la ferocidad, sin embargo, no dominan las imágenes con las que arranca el filme. Una pareja ya madura (rozando la sesentena, la edad de sus protagonistas), se baña en un lago de aguas tranquilas y cristalinas (el agua, tan importante en la película). Ella flota mientras él orbita alrededor, la mueve, la acaricia, le da un beso que se diría casto si no fuese porque todo en las imágenes invita a que así sea. El radiante sol, y los reflejos que produce, transmite la sensación del tiempo detenido, de la felicidad que se alcanza en el Nirvana.

Pero el corte inmediato pone en cuestión lo apuntado. Sin solución de continuidad nos encontramos en los túneles del metro: París, con sus calles sombrías, la lluvia, la noche, el tráfico… El amor que se profesan Sara (Juliette Binoche) y Jean (Vincent Lindon) es un amor sosegado, el que consigue dominar las pasiones, el que se alcanza al final del trayecto, cuando el frenesí juvenil se ha tornado agotador, cuando las fuerzas no dan de sí ya lo suficiente para adentrarse en la tormenta, y se prefiere la quietud de las aguas serenas.

El amor de la calle Ámsterdam: En una conversación entre ambos, recordando cómo se habían conocido, Sara evoca cómo, al final de una fiesta, Jean volvía a su casa en la calle Ámsterdam donde le esperaba su mujer. Por el contrario, François, su pareja de entonces, amigo de Jean, celoso de su libertad, seguía la fiesta sin ella. Y entonces comprendió que lo que de verdad necesitaba era un hombre que volviese todas las noches al hogar de la calle Ámsterdam. No se cumplen años en vano.

Pero el fuego que parece apagado puede reactivarse. François reaparece, y lo que Sara creía superado vuelve a primer plano, dinamitando, con su onda expansiva, su pareja actual. En una escena magnífica (la película ganó el premio a la mejor dirección en el último Festival de Berlín, y, sin conocer a los rivales, por una vez se antoja muy acertado el premio), Sara y Jean hablan de su situación. El aparente domino que él manifestaba sobre su mujer en el lago, dirigiendo sus movimientos mientras ella se dejaba hacer, se va a revelar falso. La conversación entre ambos se produce con una puesta en escena exquisita. Denis la filma en un estricto plano-contraplano, en el que la mirada de ella se posa sin complejos en él, mientras que la del hombre es mucho más esquiva, apunta al suelo, y a duras penas se cruza con la de su mujer. Por otra parte, ella queda encuadrada en el marco de la puerta, como ocupando un espacio ajeno al que ocupa Jean, sin querer entrar en él, subrayando la lejanía. El hombre, por su parte, aparece con el torso desnudo, sin ocultarse, ofreciendo lo que es, y, aun así, sin conseguir la conexión que busca. Sara ejerce un dominio absoluto sobre la situación y sobre la relación.

Ese poderío se tambalea con la aparición de François. Su mera presencia, a lo lejos, reaviva las brasas que parecían apagadas, y el control que le permitía manejar la relación con Jean se convierte en inseguridad. Sara ha descubierto que sus pasiones de juventud no están muertas. Sin sospecharlo, ha comprobado que la tranquilidad de la calle Ámsterdam no lo es todo, y en esa dualidad se desarrolla la historia.

El gran peso de la película recae en el magnífico trabajo de sus actores protagonistas. Nunca habíamos visto a un Vincent Lindon tan frágil aún en sus arrebatos de ira. Sus miradas a los techos de París desde el apartamento que comparte con Sara (y que es propiedad de ella) son como miradas interiores, ver el mundo, su vida, desde una perspectiva que le muestra el desmoronamiento en el que se adentra, y los numerosos gestos de cariño que dedica a su mujer aparecen contaminados de frialdad, de impotencia. En Lindon, como también en Binoche, leemos más allá de las imágenes inmediatas, adivinamos lo que sus gestos rutinarios esconden, el cansancio, el temor.

Por su parte, Juliette Binoche aúna con una maestría insuperable la contradicción de sus sentimientos. La escena en la que se produce finalmente el encuentro con François es otro de los momentos cumbre de la película. La mujer se ve atraída por él, trata de escapar, pero no puede, como si un hilo inquebrantable tirara de ella, hasta que se desmorona porque conoce los peligros en los que se adentra. Aún así el ambiente húmedo de París, la lluvia, no logran apagar su fuego interior, como creía que sí lo habían conseguido las aguas del lago, y como confía en que lo haga el agua purificadora, en un doble sentido, del final.

En el encuentro entre los viejos amantes se produce uno de esos momentos que tanto aman los cinéfilos, un homenaje al cine clásico. En este caso es una elegante referencia a Perdición, la película de Billy Wilder: en ella, cuando por fin era descubierto, Fred MacMurray le dice a Edward G. Robinson que le ha costado mucho dar con el culpable, a pesar de lo cerca que lo tenía, en el despacho contiguo; a lo que Robinson responde, no, mucho más cerca, y se golpea el corazón con la mano. Denis recuerda ese momento cuando François pregunta a Sara dónde ha estado, a lo que ella responde, muy cerca, y la vemos golpearse también el pecho con la mano.

Las pasiones, constata con dolor Sara, no mueren. Renunciar a ellas es autoengañarse, y lo que la película hace es adentrarnos en esa contradicción. Más allá de lo aparente, la cámara, pegada al rostro de los actores, busca devolvernos la intimidad que los personajes luchan por ocultar, mostrar lo que subyace a ese mundo ordenado y previsible en el que viven, y que, a pesar de todo, Jean querrá recuperar tras la tormenta.

Hasta las escenas de sexo marcan el hiato. Las pieles de Jean y Sara se acercan, se tocan, pero entre ellas parece situarse una barrera invisible que los separa. La pasión ausente, incluso la pasión anhelada, perseguida, pero finalmente desaparecida. Se repiten los planos de ambos abandonando la cama, o instantes antes en ella, de espaldas. Tan distintos al encuentro entre François y Sara. En el que, también de espaldas, brota el fuego desde las contradicciones, desde la violencia.

El personaje de François es el menos definido del trío, y no parece un defecto reclamable a guionistas y directora. En todo momento posee un carácter espectral, se habla de él mucho más de lo que se le ve, de tal forma que su existencia parece construida desde la consideración que sus amigos tienen de él, como si de un producto de su imaginación se tratara, imaginación que delata la situación en la que viven su propia relación: el miedo de Jean, la insatisfacción de Sara.

La historia central viene matizada por la vida que, al margen de la pareja, lleva cada uno de los protagonistas. Sara es periodista y entrevista en su programa de radio a personas que conectan con los problemas políticos y sociales de la actualidad, mientras que Jean ha de atender a su hijo adolescente, con quien tiene dificultades de comunicación, y a quien vemos con problemas de integración o desconcierto ante su futuro.

La fusión de las dos líneas argumentales es lo más complicado de la película, puesto que, más que necesitarse, parecen superpuestas, aunque la conversación de Jean con su hijo, más allá de lo que expresa, y de su tono pedagógico, sí que incide en ese afán del padre por la normalidad, por el mundo estable que, desde que volvía a la calle Ámsterdam, persigue. Sin embargo, todo ello no puede evitar la sensación de cierto oportunismo, de sucumbir a la exigencia de adentrarse en el tema del momento. Los altibajos de la filmografía de la directora que con frecuencia se trasladan al interior de sus obras.

En una entrevista se le preguntaba a Claire Denis si había hecho una película sobre el deterioro del amor, a lo que ella respondía de manera tajante que no, que la situación era más compleja. Y es que pensar en esos términos es introducir una perspectiva moral que, además de no existir, empobrecería el relato. No es posible juzgar a los personajes.

La película nos muestra sus anhelos y sus bajezas, sus ilusiones y sus miserias, y con todo ello construye un escenario creíble, complejo, realista. A pesar de todo, podemos comprenderlos. Pretender repartir el bien y el mal entre ellos es tarea propia de clérigos de uno y otro bando, censores de conciencias, guardianes de las buenas costumbres. No es que el amor se deteriore, es que ese es su ecosistema.

Muchos de mi generación (hombres) caímos rendidos ante Beautiful girls. Parece sin más una película simpática, con una Natalie Portman, eso sí, que derretía las piedras, pero para quienes teníamos una cierta edad, la de los protagonistas, se convertía en un espejo desde el que se atisbaba un profundo fondo de tristeza. Pasaron los años, y aquellos treintañeros rondan ahora la sesentena, y de nuevo nos asomamos a un espejo en el que nos miramos (hombres y mujeres).

Es lo que tienen las grandes películas, que hablan de la vida, sin cortapisas.

Escribe Marcial Moreno Revista Encadenados