CRÍTICA DE CINE

La Forma del Agua: La mujer y el monstruo

La mirada y la escritura de Guillermo del Toro, desde la ya lejana Cronos(1993), supusieron la vía de entrada de la fantasía con mayúsculas (con una tibia e inicial coartada literaria-intelectual bajo los ropajes de la reflexión temporal-existencial) en el universo del cine en español. Del Toro abre la esclusa para que lo fabuloso sea aceptado, sin reparos, en el tradicionalmente realista cine hispano. 

Drama | 119 min. | USA 2017

Título: La forma del agua.
Título original: The Shape of Water.
Director: Guillermo del Toro.
Guion: Greta Gerwig.

Actores: Sally Hawkins, Doug Jones, Michael Shannon, Octavia Spencer.

Estreno en España: 16/02/2018 
Productora: Bull Productions / Fox Searchlight

Distribuidora: Fox Spain

 

Sinopsis

Estados Unidos, alrededor de 1963. Es la Guerra Fría y la carrera militar y espacial está en su punto más álgido. La solitaria Elisa (Sally Hawkins) es una empleada de la limpieza que trabaja en un oculto laboratorio dentro de unas instalaciones de alta seguridad del gobierno. Atrapada en una vida llena de silencio y aislamiento, su vida cambia por completo al descubrir junto con su compañera Zelda (Octavia Spencer) un experimento clasificado como secreto. Se trata de un ser enigmático: un hombre-pez único, una auténtica anomalía natural, que vive encerrado y es víctima de diversos experimentos. Elisa empieza entonces a sentir simpatía por este extraño ser y se establece una fuerte conexión entre ambos. Pero el mundo real no es un lugar seguro para un hombre de estas características.

Crítica

La mirada y la escritura de Guillermo del Toro, desde la ya lejana Cronos(1993), supusieron la vía de entrada de la fantasía con mayúsculas (con una tibia e inicial coartada literaria-intelectual bajo los ropajes de la reflexión temporal-existencial) en el universo del cine en español. Del Toro abre la esclusa para que lo fabuloso sea aceptado, sin reparos, en el tradicionalmente realista cine hispano. 

Esta será su mayor virtud genesíaca, pero también su gran pecado capital. La adopción entusiasta del cine genérico de terror o de fantasía le permitirá canalizar una serie de temas y obsesiones recurrentes en toda su filmografía, aportando sobre los rígidos cauces genéricos una visión personal, un modelo de representación que rinde pleitesía al modelo canónico al mismo tiempo que intenta remozarlo.

Lanzado sin tapujos ni cortapisas a la piscina de lo maravilloso, el nadador-narrador Del Toro no se apercibe de que sus dotes natatorias son insuficientes y de que tampoco lleva salvavidas.

No obstante, el entusiasmo narrativo y fantasmático desbordará los mimbres de sujeción: lo fantástico arramblará con los controles racionales, con la verosimilitud narrativa. Lanzado sin tapujos ni cortapisas a la piscina de lo maravilloso, el nadador-narrador Del Toro no se apercibe de que sus dotes natatorias son insuficientes y de que tampoco lleva salvavidas. El despliegue de su impulso fabulador se concreta en unas puestas en escenas barrocas, desmesuradas, reflejos de unos universos creativos dotados de la bendición imaginativa.

Como protagonistas de estos mundos oníricos, una retahíla de monstruos cuya rotunda presencia invalida cualquier atisbo de sutilidad, de sugerencia, de connotación: en el autor de Mimic (1997) lo metafórico ocupa el lugar del término real, lo literario oscurece lo literal, la semejanza implícita entre el mundo y sus fantasmas se vuelve explícita a través de esas criaturas protagónicas, frente a las que los actores se vuelven meras marionetas que deambulan a su alrededor, intentando no ser absorbidos por la fuerza centrípeta que aquéllas despiden.

La forma del agua deviene, así, en la más estilizada poética del universo del director de El espinazo del diablo (2001). Conviene afirmar que lo mejor de esta película son los matices, los detalles que caracterizan al elenco protagonista, al sujeto coral, siendo el casting el mayor acierto de la historia. Tanto la antagonista amatoria de la criatura anónima que titula la película (encarnada por una expresiva en su contención Sally Hawkins), un personaje discapacitado por su mudez, sobrevenida porque alguien le cortó las cuerdas vocales antes de abandonarla en un canasto cual arquetipo literario de la orfandad (Moisés et alia), como el resto de actores que los arropan, a ella y a su amado, dotan a la narración de una verosimilitud dramática del que el espinazo del guión carece.

Carencia debida a la inclusión en primer plano de lo aparentemente monstruoso, de ese ser anfibio cuya presencia en la pantalla desmonta el delicado perfil narrativo de los personajes humanos. La criatura nos obliga a una asunción ontológica que debería estar apoyada por la arquitectura férrea del director y guionista, cuya labor consistiría en obligarnos a asumirla; no obstante, el ser maravilloso desrealiza el entramado diseñado por su creador, restando consistencia a los personajes.

Si el guión apuesta por su presencia como viga maestra, el resultado paradójico es que se transforma en vicio estructural. Y a pesar de ella, los actores mantienen la narración a base de unas breves secuencias con sus minúsculas intrahistorias, con sus miserias y sus contradicciones, con sus miedos y sus anhelos, con su realismo dramático y su individualidad, perfectamente caracterizados. El nexo de unión de todos ellos sería su condición de outsiders, de perdedores, de frikis envueltos por un entramado social y por una telaraña moral que los acogota y exige sumisión, sometimiento, silencio.

La mudez de la protagonista Elisa Expósito no es óbice para ser el personaje más generoso, con mayor grado emocional y dispuesto a hablar y a escuchar a todo aquel que solicite su conversación y su consuelo, especialmente su vecino Giles (un eficaz y solvente Richard Jenkins, el ya olvidado padre de Bridget Jones, o el profesor de Harry Potter en Hogwarts y tantos otros papeles). Elisa soporta su rutinaria vida con resignación y entereza, consolándose con algunos placeres (masturbación diaria entre las aguas —sí, está relacionado con la criatura del título— del baño matinal).

Giles es un diseñador de portadas, de afiches, de carteles propagandísticos, que se ha visto orillado de la sociedad por dos motivos: ha perdido su trabajo en una empresa publicitaria ante el empuje de los nuevos tiempos (la fotografía), siendo él un trabajador artesanal, un artista; también ha influido en su despido su condición de homosexual. La nostalgia por lo clásico, por una especie de edad de oro personal, social y laboral, es una constante en la película. La alopecia de Giles le obliga a usar un bisoñé para intentar ser readmitido en el mercado, laboral y emocional: su atracción por el joven empleado de una franquicia —nueva arremetida del director contra los nuevos e imparables tiempos— de incomestibles tartas coloristas está a punto de costarle un disgusto (por viejo y gay).

La voz en off de este personaje asumirá la condición de narrador en el inicio y el fin de la película, remedo de aquel embrujador incipit de los cuentos fantásticos Érase o Había una vez… Su función de pórtico muestra a las claras la intención del director de El laberinto del fauno (2006): esto es un cuento, abandonad toda precaución racional, todo dique de contención realista; dejaos transportar al mundo de la fantasía… También es palmaria la condición autoral que se le otorga a Giles, trasunto del propio autor mexicano.

Octavia Spencer da cuerpo a la compañera de trabajo de Elisa, a una arquetípica mujer negra: gruesa, desencantada, generosa, fiel, casada con un vago y dúctil marido, cuya presencia el director explicita casi al final, para que actúe como detonante y modelo del negro sumiso. Este personaje de Zelda D. Fuller comparte, en sus tareas de limpiadora del laboratorio secreto en donde es encerrada la criatura, un acceso irrestricto junto con Elisa a aquélla, invalidando la verosimilitud genérica del relato. La “D” de su nombre responde a Dalila, cuya historia bíblica —bíblicamente cinematográfica, claro— servirá para que el villano se explaye en posibles aplicaciones —método de tortura incluido— actuales.

El actor Michel Stuhlbarg (protagonista de Un tipo serio de los hermanos Coen, en 2009 y, más recientemente el padre cripto-gaydel protagonista de Call me by your name, del italiano Luca Guadagnino) interpreta a un espía ruso, demediado entre su condición de espía y de científico, amén de sojuzgado en cuanto judío. Su mirada oblicua en el laboratorio se cruzará con la escurridiza Elisa en sus encuentros clandestinos con la criatura. Ambas miradas destilan miedo, frustración. Su presencia le permite a del Toro articular varios chistes irónicamente anticomunistas, que socavan el cliché del género de espías por el que se desliza esta parte de la historia.

Finalmente, como epicentro del que emana, ahora sí, todo el terror y la maldad del filme, Michael Shannon presta su siniestra presencia al verdadero monstruo del guión: a un militar estadounidense epítome de las virtudes norteamericanas y del triunfador: blanco, anglosajón, casado, padre de familia, de una familia digna de figurar en los anuncios que dibuja Gilles, pues es el arquetipo de esa sociedad norteamericana de principios de los años sesenta, de la prosperidad absoluta y de la inocencia supina, anterior al magnicidio del presidente Kennedy y a la pérdida de la inocencia. Revista Encadenados