jueves. 25.04.2024
1860
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Los perdonados

Cartelera España 29 de julio  

Los perdonados

Título original

The Forgiven
Año
Duración
117 min.
País
Reino Unido Reino Unido
Dirección

Guion

John Michael McDonagh. Novela: Lawrence Osborne

Música

Lorne Balfe

Fotografía

Larry Smith

Reparto

, ver 5 más

Productora

House of Un-American Activities, Brookstreet Pictures, Head Gear Films, Metrol Technology, Assemble Media, Kasbah-Film Tanger, Lipsync Productions

Género
DramaThriller | Crimen
Sinopsis
Una pareja adinerada al borde del divorcio, David y Jo Henninger, viajan desde Londres a Marruecos para asistir a un fin de semana a todo lujo en el suntuoso hogar sahariano de unos amigos. Tras una comida acompañada de demasiado alcohol, sucede una tragedia. Lo que prometía ser una gran festividad acabará convirtiéndose en un fin de semana que, en el peor de los sentidos, ninguno olvidará jamás.
 
CRÍTICA

Salí de la sala, tras ver esta película, con buen-mal sabor de boca. Lo de «mal» es porque hay cierto mensaje que no es grato a los sentidos de mi ética personal. Lo de «buen» sabor es porque creo que es meritorio el mensaje complejo y profundo que traslada la cinta, sobre todo bajo el prisma de lo que llamaría contraste moral, discrepancia que fácilmente capta el espectador y que está presente en la propia historia. Contraste, discordancia, y también tribulación.

Al comienzo y hasta bien terciado el metraje, su director y escritor John Michael McDonagh, parece no encontrar una salida airosa a cierta impresión de aleatoriedad y devenir aparentemente incierto de la trama. Así y todo, la obra mantiene la atención todo el tiempo.

Quedamos pegados a la butaca porque hay una interesante idea de redención, de liberación de un cínico, que con el paso de los minutos y de los acontecimientos, viene a tener un insight de amplio espectro, una iluminación interior que le hace ver el dolor del otro y también su propia vida estúpida en la que a cada paso o acción se demuestra baldío. Pero este mensaje tarda en verse de forma clara y como elemento principal, lo cual sucede plenamente en la parte final.

Además, es un filme novelesco y teatral, a pesar de la abundancia de fascinantes imágenes del desierto, de parajes áridos e incluso montañas y acantilados de vértigo. Lo cual resulta atractivo a la vez que inquietante.

Y algo más, aunque algunos de los sucesos que ocurren son más o menos previsibles, en general las ruedas de la trama principal no derrapan, fluyen bien engrasadas por obra del cuerpo técnico del filme y los actores.

Dentro de la tragedia hay diálogos sutiles, chocantes, en ocasiones con cierto humor, reflexivos también, y triunfa la apuesta vital y reparatoria del protagonista, sobre la inmoralidad meridiana de los otros personajes de la cinta.

Es destacable la fotografía de Larry Smith, que mediante inclinaciones forzadas y contraste de colores consigue alejarse de lugares comunes en lo desértico ostentoso. E igual idónea la música de Lorne Balfe.

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Guion: cultura y perdón

El filme habla de confrontación entre culturas y países. Como dice Marín: «El juego de contrastes entre los rubios y adinerados anglosajones y los enigmáticos y mucho más humildes anfitriones funciona bien y sitúa al espectador en un incómodo punto, quizá no tan medio. La confrontación entre ambos bandos puede ser sutil y violenta».

El guion de McDonagh, habla de perdón, también de arbitrariedad, de impunidad, con reflexiones pertinentes y sagaces.

Y más, nuestro director y libretista ya se reveló aficionado a inquirir en las diferencias raciales y de clase, como vimos en la estupenda y para mí inolvidable comedia negra, aviesa e impúdica, El irlandés (2011), una joya en apariencia sencilla; y Calvary (2014), película con unas insondables cargas de profundidad.

Es de valorar en esta cinta «su obstinada búsqueda del quiebro tonal y el descoloque anímico», según Trashorras, y el interés del cineasta irlandés hacia la novela homónima de Osborne que inspira el libreto.

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La historia inicial

Una pareja adinerada compuesta por un cirujano y una escritora de fama, pareja mal avenida, David (Ralph Fiennes) y Jo Henninger (Jessica Chastain), hace un viaje a Marruecos desde Londres para asistir a una gran fiesta con todo tipo de lujos y dispendios durante un fin de semana. Se desarrollará el fiestón en el suntuoso palacio sahariano de unos amigos homosexuales.

Lo que allí vemos son personas ricamente vestidas (y desvestidas), seres insulsos que a falta de algo mejor se disponen a pasárselo a lo grande con tóxicos, licores, plan libertinaje.

Es digno de mención, pues hace a la trama de fondo, que estos sujetos, ellos y ellas, con independencia de su estado civil o inclinación sexual, son todos horribles sin excepción, personas con las que nadie cabal querría tomar ni un café, ni hablar de nada porque son incultos, carecen del sentido de la empatía y de la redención. Su fiesta consiste en esnifar cocaína, emborracharse y lanzarse a la piscina con esmoquin o traje de noche. Casquivanos, locos y cretinos todos.

Tras la cena, la bebida excesiva y todo tipo de juergas, aparece la pareja del cirujano y la escritora, a la que ha acontecido una tragedia.

Lo que prometía ser una gran diversión viene a convertirse en un fin de semana que ninguno olvidará jamás. En el medio, un muchacho ha muerto atropellado por el coche de David. El padre del chico no tardará en presentarse para solicitar la presencia del autor del atropello, aunque la cosa fuera accidental, para que asista al entierro del hijo como forma de reparación, lo cual finalmente ocurrirá.

A todo esto, Jo, la esposa, aprovechando la ausencia de su esposo, inicia un peligroso flirteo con un apuesto extraño (Christopher Abbott) cuyo aire de superioridad supera con creces el de ella, a pesar de que, como analista financiero, es probablemente la peor persona en esta reunión de individuos desagradables, dada su fijación por los juegos monetarios.

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Los protagonistas necios

David (Fiennes) y Jo (Chastain) son un matrimonio que mantiene una relación auténticamente miserable. Han viajado cientos de kilómetros para visitar al amigo Richard (un Matt Smith sarcástico), dueño de un palacio impúdico a cuatro horas de Tánger y a mucha menos distancia de la pobreza. Junto a Richard, su socio-novio norteamericano Dally (Caleb Landy, muy bien).

David y Jo mantienen una relación en proceso de descomposición donde ni las descalificaciones ni los insultos entre ellos se mueven en el registro de la riña, sino de algo ya habitual que sobrellevan sin espasmos y con una extraña pragmática.

En esta tesitura, ambos, perdidos durante el largo viaje de noche hacia la remota propiedad, unido a la bebida y la gresca entre los dos, hace que ocurra lo peor: atropellan a un pobre muchacho que vende fósiles en el camino, matándolo.

Entre los invitados también está Abbey Lee como fiestera australiana que se tira a la piscina con un vestido de lentejuelas; Marie-Josee Croze, especie de santurrona fotógrafa francesa que no habla bien de los estadounidenses; o Alex Jennings, un lord británico que aterriza tarde en la fiesta con una tropa de hermosas mujeres.

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Los nativos

Toda esta gente a que me he referido es pija, vividora y cantamañanas. Pero cambia la cosa cuando aparece Ismael Kanater, actor nacido en Casablanca que hace una gran interpretación de Abdellah, el padre del niño muerto, un personaje que arrastra una gran tristeza y odio, por haber perdido al único que tenía.

Abdellah insiste en que David vuelva con él a su casa para ayudar a sepultar al niño. La reacción inmediata de David es negarse, pero acaba accediendo con la intención de irse a la noche y volver a la mañana, y pagar al padre, a regañadientes, unos mil euros. Eso es lo que vale el cadáver del joven atropellado por él (esto no ocurrirá pues el padre no le pide dinero).

En esos momentos, el traductor al inglés, Anouar (Saïd Taghmaoui) ayuda a David a que evite ofender más al padre de Driss (que así se llama el muchacho muerto).

Por supuesto está la servidumbre de la villa (personal de cocina, habitaciones, camareros, etc.), a quienes llaman eufemísticamente empleados, aunque más parecen servidores. También asoman los habitantes del pueblo de Abdellah.

Los trabajadores de la villa son gente humilde, musulmana, con principios muy distintos a lo que ven a diario en los extranjeros; hombres que anhelarían trabajar con gente decente y ormal” en algún Hotel de Rabat.

Entre el «occidente» de la villa y el «oriente» de los empleados se produce en el filme un brutal efecto de contraste a todo nivel, que choca y llama la atención. Uno de los sirvientes de sala llega a decir: «Una mujer indecente es como una anilla de oro en el hocico de un cerdo».

Para más inri, Richard supervisa su paraíso de alcohol y bikinis como algo normal, como si no hubiera nada indecoroso en el hedonismo y el consumo excesivo en una zona del mundo donde los musulmanes piadosos pasan cada minuto del tórrido día desenterrando fósiles para venderlos a los turistas.

En suma, la herencia del colonialismo y la inmoralidad, la arrogancia y el abuso que define el comportamiento de muchos occidentales en los países en desarrollo.

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Mensajes

McDonagh parece querer que sintamos desprecio hacia los ricachones presentes, mientras satiriza el racismo y el clasismo de los millonarios que utilizan el Medio Oriente como un destino exótico, como una curiosidad. De hecho, los europeos o americanos de la fiesta no ven a los habitantes de la zona como seres humanos; tampoco poseen capacidad para entender los sentimientos o tradiciones de los marroquíes. 

Están allí como podrían haber ido al campo a merendar, apenas palpando de refilón el misterioso oriente medio, desconociendo el daño que dejan a su paso.

Al adaptar la novela de Lawrence Osborne, de 2012, McDonagh utiliza un diálogo directo, como si sus acciones por sí solas no fueran suficientes. Personas hueras que constantemente declaran su vacío en maneras y formas diversas. «Me gusta estar aquí. Se siente como un país donde un hombre inútil podría ser feliz», dice Abbott en su rol de Tom, el experto en finanzas. 

O como afirma una célebre novelista marroquí interpretada por Imane El Mechrafi: «La gente desaparece aquí. Simplemente desaparecen».

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Conversión y perdón

El final concreto me lo guardo para no desvelar materia de interés para quien no haya visto la película.

Es como la caída del caballo de Pablo de Tarso. Porque la mundanidad, el exceso, el cinismo, el vicio, el despilfarro, el desenfreno o la disipación a todo nivel tienen un límite. Y David lo ha comprendido. Él debe morir para dar paso a un hombre nuevo, aunque ese hombre sea nada.

O como poco, para poner fin a tanto despropósito y tanta impiedad. Sólo así habrá perdón. Como escribe Sánchez: «Su historia de redención tiene un aire postcolonial, de exorcismo del sentimiento de superioridad occidental hacia la cultura árabe».

De este modo, el protagonista David, en una historia llena de personajes frívolos y planos, es el único que acierta a elevarse por encima de sus fallas y es prácticamente el único que llega a ponerse a la altura del clan marroquí.

Nuestro personaje, un ser en apariencia irredimible, va a encontrar su propia esencia humana. A David tal vez nunca se le había ocurrido por qué se perdonaba a sí mismo de todo.

En suma, este y los demás personajes, son más complejos de lo que a primera vista pueden aparecer en las caricaturas del comienzo. Pero al menos, uno logra levantar el vuelo.

Para mi modo de ver es una película escrita, dirigida y actuada con inteligencia y brío, como para pensar pero que no es pesada ni aburrida, un drama moralmente alerta, que deja flotando una llamada de atención y también cierta regañina en sala.

Escribe Enrique Fernández Lópiz Revista Encadenados

Los Perdonados: Compasión y juego de contrastes