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Crónica del Festival l’Americana 2023: 10 años haciendo el indie en plena forma

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El cumpleaños de la primera década de l’Americana no podía llegar en mejor momento, con una recuperación plena de la presencialidad en salas, retomando ya la normalidad de aquella edición de 2020 que se salvó por los pelos de las garras del confinamiento, así como con una cosecha generosa y variada que llenó las pantallas de los Cinemes Girona y el Zumzeig de Barcelona. El décimo aniversario estuvo marcado por un homenajeado de peso, que protagonizó una retrospectiva en la Filmoteca de Catalunya: Todd Solondz. Uno de los nombres clave que ha contribuido a definir el cine independiente estadounidense desde la década de los 90 ofreció una masterclass y presentó algunos de sus títulos con todas las entradas vendidas, demostrando que los cinéfilos siguen teniendo hambre de salas, y más cuando se dan alicientes de este tipo.

 

De opioides a caramelos

 

La apertura corrió a cargo de un plato fuerte como La belleza y el dolor, nuevo documental de Laura Poitras que retrata la figura de la fotógrafa Nan Goldin y su lucha contra la familia Sackler, dueños de una empresa farmacéutica responsable de una epidemia de opioides que acabó con la vida de miles de personas a causa de la adicción que provocaban. Poitras abre dos líneas que acaban convergiendo orgánicamente. Por un lado, la trayectoria artística de Goldin en un contexto underground neoyorquino de los años 70 y 80 fascinante, con el que definir a su carismática e inconformista protagonista.

De este periodo surgen asuntos como es la pandemia del sida, letal con muchos amigos de Goldin, o el consumo de drogas, los cuales conectan con el otro eje, el periplo de la acción colectiva liderado por la fotógrafa contra los Sackler, quienes a base de donaciones a museos o instituciones blanqueaban su imagen y pretendían purgar sus deliberados actos malévolos movidos por intereses económicos.

En estos pasajes, se muestra como el arte o la posición de un artista puede torcer el poder y reclamar justicia desde su propio campo. Dotado de escenas de gran intensidad y concebido a partir de un brillante uso del material de archivo, en el cual la obra de Goldin acompaña el relato y, a la vez, sirve como estampa sociológica, La belleza y el dolor es un extraordinario film que, además, funciona como ejercicio de recuerdo a la hermana de Goldin, víctima de un suicidio fruto de una gestión sanitaria incorrectamente abordada. Una bomba que se quedó sin Oscar en la pasada edición de los premios de la Academia de Hollywood, pero que fue agraciada con el premio del público del festival al mejor documental.

Con el sello de los Oscar se proyectó también All that breathes, dirigido por Shaunak Shen, que sigue a una pareja de hermanos de Delhi que se dedican a rescatar y cuidar pájaros autóctonos, especialmente el Milano Negro, en un clima de inestabilidad social. De carácter observacional, Shen filma la fauna urbana detalladamente y la introduce de modo orgánico en el mundo de los hermanos, paradójicamente confeccionando un film apacible y tranquilo que contrasta con el ruido del fondo.

Astutamente guardándose la revelación del contexto para el final, All that breathes pone en valor lo pequeño y mundano en contraposición al exceso y ambición que rigen el planeta, siendo una película que abraza lo esencial y evita florituras. Una mayor indagación en el trasfondo de sus personajes o el refuerzo de la trama probablemente le daría más fuste, pero también modificaría una experiencia que invoca a los sentidos, plasma una naturaleza que convive con lo urbano y envuelve en un halo humanista puro.

Tras maravillar al mundo con esa mirada a una amistad cambiante a lo largo del tiempo que era Tablas rotas. Minding the Gap (2018), Bing Liu ha regresado con All these sons, acompañado del montador Joshua Altman, quien debuta en la dirección. Centrándose en los barrios conflictivos del sur y oeste de Chicago, donde varios hombres tratan de ayudar a personas a salir de la espiral de violencia y delincuencia en la que han vivido a causa del entorno, los cineastas ofrecen un retrato tan crudo como esperanzador.

La pareja de cineastas logra equilibrar las emociones sin caer en el maniqueísmo, exponiendo a un grupo de personajes en el que hay individuos más interesantes que otros, lo cual acaba afectando a la regularidad del conjunto, aburriendo por momentos en su reiteración. Asimismo, resulta algo distante a pesar de involucrarse mucho con la situación, siendo más difícil de conectar con ella respecto a la ópera prima de Liu.

En tiempos de crisis en la exhibición cinematográfica a raíz de la multiplicación de pantallas y cambios de hábitos de consumo –especialmente entre los jóvenes-, Shalini Kantayya ha investigado desde el cine una de las eclosiones más fuertes de los últimos años que han contribuido a ello: TikTok. En TikTok Boom, juguetón título en alusión al musical, explica la historia de la aplicación y sus grandes hitos, su faceta como herramienta de control social y censura y algunos casos de influencers, pero, si bien la aplicación ha revolucionado el lenguaje audiovisual, la película se acomoda en un convencional formato de reportaje televisivo, sin preocuparse demasiado de incorporar los recursos expresivos de la aplicación en cuestión.

Para todo aquél que no conozca nada sobre ella le resultará informativo, pero no profundiza en sus temas al querer abarcar mucho en poco tiempo, concluyendo en una obra fácil de ver, pero bastante intrascendente. Vaya, como buena parte del contenido que almacenan los servidores de TikTok.

El hueco de documental estrafalario que parecía que iba a ocupar TikTok Boom ha sido asignado a The Pez Outlaw, acerca de la increíble historia de Steve Glew, un estadounidense que, embelesado por los dispensadores de caramelos PEZ, empezó a contrabandear con ellos en la década de los 90.

Amy Bandlien Storkel y Bryan Storkel son conscientes de lo divertido e insólito del material y deciden apostar por un tono cómico combinando las declaraciones de Glew, su familia y otros testimonios, con material de archivo y muchas recreaciones de hechos –pasadas por el filtro de la exageración y bastante bien logradas-, creando así una película muy ágil, desenfadada, graciosa y en varios momentos entrañable, que sabe aprovecharse de la rareza de su hazaña.

La era de los coming-of-age

 

Por la usual condición de “óperas primas” filmadas por directores jóvenes a los que todavía les faltan muchas experiencias por vivir, el coming-of-age suele ser una temática muy recurrente el cine independiente, no solamente americano, sino a nivel mundial, ya que todos ellos han pasado por ese despertar que transiciona a la edad adulta. De los programados en la edición, el más destacado ha sido Palm Trees and Power Lines, en el que Lily McInerny –una sensacional revelación actoral- interpreta a una adolescente de 17 años californiana, sumida en la monotonía del verano, sin ningún tipo de objetivo en la vida y en un hogar donde está emocionalmente desatendida.

El encuentro casual con un hombre de 34 años supone el inicio de una relación por la que está dispuesta a darlo todo, ya que es una ilusión que la ha sacado de su existencia impasible. En su primera película, Jamie Dack captura el ensueño adolescente y la invisible manipulación a la que puede llegar a someterse de un modo veraz y contundente, retratado con una sencillez que va guiando sutilmente hacia la meta que se propone. Respetuosa con su protagonista, dejando un puñado de escenas sobrecogedoras y un desenlace amargo coherente con la obstinación de la edad, Palm Trees and Power Lines tiene las cosas claras y no cae en contemplaciones vacuas como a veces puede suceder en el subgénero.

Otra visión del verano de un púber es el que ofrece el debut tras la cámara de la actriz Charlotte Le Bon en Falcon Lake, que recibió la mención del jurado de la sección Tops. La canadiense atrapa la fascinación de un chico de 13 años por una muchacha algo mayor que él en un delicioso a la vez que inquietante estilo naturalista durante gran parte del metraje, pero la deriva hacia lo sobrenatural que toma acaba estropeando y desentonando un conjunto que no necesitaba más, el cual culmina en un desenlace demasiado exagerado.

Quien no se estrena pero sí ha traído una comedia sobre el despertar sexual de una decorosa y dulce joven de 26 años ha sido Lena Dunham con Sharp Stick. Aunque la creadora de Girls puede ofrecer un producto más pulido en cuanto a fluidez, ya que algunos comportamientos o evoluciones pueden ser un tanto abruptas, y le falta perfilar algunos secundarios, Sharp Stick es desvergonzada y más que divertida, con un valioso y alentador mensaje sobre cómo aproximarse al sexo desacomplejadamente en una sociedad muy erotizada. Dinámica y ligera, se beneficia de su reparto, especialmente de Kristine Froseth como su especial protagonista y, sobre todo, un arrebatador Jon Bernthal que saca toda su vis cómica llevándose las mejores secuencias, con permiso del monólogo de Scott Speedman.

Crecer en el campo

 

Podría inscribirse en la categoría de coming-of-age, pero War Pony es una propuesta más amplia y libre en lo que quiere contar. La primera cinta dirigida por la actriz Riley Keough y Gina Gammell fue ideada en colaboración con sus jóvenes y oriundos protagonistas, habitantes de la reserva india de Pine Ridge. Esta historia de supervivencia en una América profunda que bascula entre el salvajismo de la naturaleza (la tradición) y el de la modernidad consumista se alarga un poco y no tiene el pulso acertado en todo momento, pero posee secuencias potentes, alocadas y ocurrentes, igualmente con un poso decadente o triste. Desnortada como sus personajes, un film fuera de corsés, que ya es bastante.

Mucho más encajonada en los parámetros de las convenciones indie está Montana Story, nuevo título de Scott McGehee y David Siegel casi una década después de ¿Qué hacemos con Maisie? (2012). Prometedora en su reposada sobriedad, el melodrama de dos hermanos que vuelven al rancho familiar para cuidar a su padre enfermo avanza con un ritmo plúmbeo sin ofrecer la sustancia esperada, limitándose a unos tópicos sobre la familia plasmados de maneras más estimulantes en otras partes. Son Haley Lu Richardson y Owen Teague los que dan comedidamente color a una languidez desapasionada.

Anodina también es Acidman, escogida para la clausura, habitual trama de (re)conexión entre padre e hija con un elemento fantástico desperdiciado. Tocando asuntos como la salud mental o la soledad, en sus escasos 80 minutos no suscita ningún tipo de entusiasmo ni ofrece nada nuevo que sobresalga, más allá de la más que correcta labor de Thomas Haden Church en un personaje principal serio con el que poder desplegar su talento ocultado desde hace años en secundarios discretos.

Delitos y faltas

 

John Patton Ford se estrena con una película de timos bajada al mundo real en Emily la estafadora, siendo su enclave Los Ángeles y el submundo de la falsificación de tarjetas de crédito. Aubrey Plaza lleva con aplomo el protagonismo de esta odisea que surfea las olas del capitalismo ahogante y que lleva al ser humano al extremo, con el que la actriz da rienda suelta a su versatilidad. Acompañada de un muy notable Theo Rossi como mentor y aliado, Emily la estafadora cumple con las expectativas en una ejecución eficaz por parte de Ford a quien, no obstante, se le puede recriminar un cierto flojeo en el tramo final y la necesidad de mayor fondo en el estudio del personaje.

Pero el nombre que brindó la experiencia más desasosegante e intensa del año fue Beth de Araújo y esa El club del odio, un más enigmático Soft & Quiet en su título original, que bien le valió el premio del jurado de la sección Next. Un plano secuencia que destapa sin pudor la verdadera amenaza de la sociedad occidental: la impunidad de la supremacía blanca campando a sus anchas. Un vistazo a esa intolerante América aupada por Trump que cristaliza en una obra desagradable, incómoda y profundamente indignante, ya sea en la calma de una reunión con té y tarta como en los acontecimientos posteriores.

Puntualmente forzada en sus hechos, pero siempre a favor de un impacto creíble con lo que trata, Beth de Araújo hace una exhibición de lucidez y músculo cinematográfico, creando una atmosfera perturbadora que hierve lentamente hasta un punto de ebullición que ya no da tregua al espectador hasta su último segundo. Toda una sorpresa con la que pasarlo fatal, pero no salir indiferente.

La lista de premiados se completó con Riceboy Sleeps, un Minari (Lee Isaac Chung, 2020) canadiense dirigido por Anthony Shim que barrió afincándose el premio del jurado de la sección Tops y el premio del público, uno de esos plenos que certifican su buen balance. La traducción de Ana Pérez Requejo para Linoleum (Colin West) fue recipiente del premio a los mejores subtítulos, mientras que cortometraje Troy, de Michael Donahue, fue el mejor cortometraje. Una edición que mantuvo el mismo compromiso, espíritu curioso y de descubrimiento del primer año, pero con el bagaje de una década a sus espaldas. Porque l’Americana, como los protagonistas de muchas de sus películas, también se hace mayor. Y lo hace con salud.