miércoles. 24.04.2024

La novena edición de un esencial de Barcelona como es el Festival D’A exhibió, bajo el eslogan de “Plaers culpables” (“Placeres culpables”) una recopilación de obras presentes en certámenes de medio mundo durante el pasado año, inéditas en España. Multitud de voces se expresaron a lo largo de 11 días en las pantallas de la nueva sede, los cines Aribau, y el habitual teatro del CCCB, Zumzeig y Filmoteca de Catalunya, donde la culpabilidad no sabemos, pero el placer inundó las plateas. De su variada selección, salió un palmarés digno de la tipología feminista del festival, en la que reinó Familia sumergida, de María Alché, crónica de una mujer en crisis, ganadora del Premio Talents y el de la Crítica, este último con mención para Sophia Antipolis (Virgil Vernier). La sección “Un impulso colectivo”, centrada en los jóvenes talentos, reconoció con el Premio OpenECAM el documental sobre saharauis Hamada (Eloy Domínguez Serén), mientras que la desencantada Young & Beautiful (Marina Lameiro) se hizo con la mención. La metacinematográfica Letters to Paul Morrissey (Armand Rovira, Saida Benzal) fue premiada por Movistar +, mientras que el público se rindió ante la epopeya de Hu Bo An elephant sitting still, el cortometraje Suc de síndria (Irene Moray) -ya destacado en el último Festival de Berlín-, y el film de animación Ruben Brandt, el coleccionista (Milorad Krstic), dentro de la selección de la Sala Jove. Una oda al arte y a la belleza en forma de thriller de ladrones, pero también con pizcas de noir, comedia, romanticismo o el horror surrealista, gestado por un artista multidisciplinar creador de imágenes tan inequívocamente hermosas como turbias, que en todo momento transcurren un escalón por encima de la eficaz historia a la que sirven.

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Un jocoso Louis Garrel inauguró con su segunda obra Un hombre fiel, centrada en un cuarteto amoroso con una inequívoca herencia de su progenitor, Philippe Garrel, pero también de otros adeptos a la temática como Woody Allen. Condensada en tan sólo 75 minutos, la diversión y la frescura fluyen gracias al libreto debidamente estructurado en tres voces narrativas por Garrel y un imprescindible como Jean-Claude Carrière, conformando una obra pensada y a la vez nada pretenciosa.

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El ataque del chico cocodrilo

 

Si Garrel abrió, el homenajeado no pudo ser otro que uno de sus realizadores fetiche como Christophe Honoré. Dentro del repaso a su atrevida filmografía, hubo lugar para su último regalo, Vivir deprisa, amar despacio (2018), drama romántico queer entre un joven pueblerino bretón y un parisino escritor en la treintena, con el telón de fondo de la matanza del sida en la década de 1990. Sin abandonar su sello, Honoré rebaja la provocación existente en otras películas para hacer una sentida honra a sus amigos desaparecidos en un film en el que los trazos autobiográficos quedan divididos entre los dos protagonistas, maravillosamente encarnados por Vincent Lacoste y Pierre Deladonchamps, sin olvidarnos de un secundario de lujo como Denis Podalydès. Honoré nos muestra el florecer de una relación para luego prepararnos para la ausencia navegando habilidosamente entre la decadencia y, a la vez, un optimismo nada cargante, resultando en, tal como reza el mismo título, una película vital.

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Junto al film de Honoré, Lacoste hizo triplete en las pantallas del D’A con obras de distintos tonos como Amanda (Mikhael Hërs) y Deux Fils (Félix Moati), pero tallados con el patrón de la humanidad. En la cinta de Hërs, Lacoste viste un posado más maduro en la piel de alguien a quien la responsabilidad firme le llega de golpe con el inesperado cuidado de su sobrina, a raíz de la muerte de su hermana en el contexto de los atentados islámicos ocurridos en Francia en los últimos tiempos. La virtud de Amanda reside en la modestia y sutileza con la que traza el entorno que envuelve la pérdida y su capacidad para evitar la manipulación emocional a la hora de conmover -a la cual cosa contribuye la química entre Lacoste y Isaure Multrier, la Amanda del título-, pero una mayor concisión en el metraje le haría ganar en garra. También sobre padres e hijos, pero a través de un filtro cómico, nos habla Deux Fils, sobre un padre (Benoît Poelvoorde) y sus dos hijos (Lacoste y Mathieu Capella) perdidos en la búsqueda del amor. Moati juega a invertir los roles por medio de la (in)madurez progresiva de su familia, en una comedia en la que es inevitable reconocer la influencia woodyalleniana en sus inseguros y torpes enamorados. Una divertida premisa que no termina de convencer en su ejecución, dada la sensación de encontrarse ante un déjà vu empeorado.

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Familias y comunidades, de arriba abajo

                     

Un considerable número de filmes han puesto el núcleo en la institución familiar desde varias condiciones. En plenos suburbios británicos bajo legislatura thatcheriana hallamos a la pareja de Ray & Liz (Richard Billingham) y a sus hijos, inspirada en los padres del mismo Billingham, que el artista ya capturó previamente en su obra fotográfica. Trabajo de memoria mezcla de la poética inglesa de Terence Davies con la documentación social del cine de Mike Leigh, pero con un barniz más negro y sórdido, Billingham concibe un drama doméstico en el que también hay espacio para momentos enternecedores, siempre a cargo de esos niños desatendidos. Exhaustivamente detallista pero algo arrítmica, su formato en 16mm es una referencia constante a las imágenes fuente de Billingham como fotógrafo, con el cual encierra a su familia en un microcosmos asfixiante y gris, falto de expectativas, pero con algún haz de luz. Con igual énfasis en los detalles pero sin el carácter grotesco del film de Billingham está Diane, retrato de una jubilada americana para nada inmóvil debido a su altruista servicio a los demás. Una intensa Mary Kay Place da vida a esta mujer que se cuestiona su existencia y fe al analizar las desgracias que sufre su familia y todas las personas a las que ayuda, en un pequeño film que, pese a que una mayor síntesis le beneficiaría, funciona gracias a su cercanía.

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En el ámbito de la élite estarían Las niñas bien de Alejandra Márquez, el derrumbamiento de una familia burguesa en el México de la década de 1980, afectado por una potente crisis a raíz de la nacionalización de la banca. Cuidada en su estilo, esta progresiva revelación de la frivolidad y falsedad de la alta sociedad mediante la concienciación de su protagonista -magnética Ilse Salas-, evita la caricatura y el cliché barato digno de culebrón por el que transita en su ligera y afinada sátira que, eso sí, ya hemos visto en otras ocasiones. Pero siempre resulta reconfortante ver la caída del poder, y más desde un pasado que conecta con un presente en el que la brecha entre clases está más agraviada.

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En su círculo habitual se mueve Valeria Bruni-Tedeschi con La casa de verano, variopinto retrato de una familia aristocrática, por su intermitencia de tonos. Como si de un díptico junto a Un castillo en Italia (2013) se tratara, Bruni-Tedeschi regresa sobre sus apegos habituales como son las frustraciones de la jet set o el desengaño amoroso aderezado con un ramalazo de autoficción, muy en boga últimamente. Desde su alter ego, la directora se expone con el velo de la ficción en relación a su familia, marcada por la pérdida, y en la difícil conciliación entre ella y su pasión-labor (el cine), en un pastel indigesto que solo afina en algunos fragmentos dada su indefinición. Autocomplaciente y con personajes de difícil empatía, una incorporación que no aporta nada a su filmografía, tanto como realizadora como actriz. Por su parte, Ben Wheatley también adolece de muchas de las faltas de Bruni-Tedeschi en Happy New Year, Colin Burstead, reunión familiar en plena nochevieja con visita de la oveja negra de la familia, con la que el inglés pretende emular a la Celebración (1998) de Thomas Vinterberg. Pero si bien el danés construyó su voraz crítica a la familia desde un guión potente con la negrura adecuada, Wheatley se pierde entre un drama demasiado ligero y una comedia sin gracia, poblada por un conjunto de personajes poco interesantes, salvados gracias a un elenco convincente con Neil Maskell a la cabeza.

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También para celebrar el fin de año se junta la comunidad que convive en la naturaleza de Tarde para morir joven (Dominga Sotomayor), coming of age de una adolescente en dicha comuna en el Chile de 1990, justo después de la caída del régimen de Pinochet. Sotomayor establece en la comunidad una analogía con los tiempos de libertad venideros, en los que la naturalidad se impondrá a la coacción de la dictadura. Este utópico planteamiento, pero, empieza a dejar entrever sus costuras en las diferencias que surgen entre personajes y sus contradicciones de clase, enmarcadas en este lugar imperado por un paisaje salvaje que terminará devorando a sus personajes. Si bien Sotomayor sabe aprovechar su entorno, peca de redundancia en una propuesta alargada y, para que negarlo, menos cautivadora y reflexiva de lo que debería ser.

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Más atrayente es la (falsa) felicidad de la comunidad de Sophia Antipolis, fresco de la Francia contemporánea y, por extensión, de Europa de Virgil Vernier, ambientada en un parque tecnológico en la Costa Azul. Este símbolo del capitalismo esconde entre sus muros a personas infelices con historias fundamentadas en el miedo, el racismo, la violencia, los complejos, siendo víctimas de la superficialidad de nuestro mundo. Vernier filma en unos opresivos 16 mm un film tal vez desconcertante en demasiados momentos, pero con una carga de lirismo y elocuencia remarcables. En otro punto más amable y realista está otro mosaico contemporáneo del país galo, L’Île au Tresor, en el que Guillaume Brac capta el espacio y las gentes de un parque acuático. A medio camino entre el documental y la ficción, Brac se sirve de un estilo observacional tremendamente inmersivo para atrapar un microcosmos en el que puebla la diversidad y la multiplicidad de relaciones y tensiones a varias escalas y condiciones de la sociedad. Sin la necesidad de juzgar de ojeadores de la realidad como Wiseman, la sencillez de la propuesta de Brac es capaz de trascender y hacerse un hueco en la memoria del espectador porque, al final, a veces el detalle de lo mundano es lo que acaba deviniendo perenne.

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Carlos Marqués-Marcet, por su parte, presentó la flamante Biznaga de Oro del Festival de Málaga, Els dies que vindran (2019), el cierre a esa trilogía no confesa sobre la pareja y la maternidad, tras 10.000 Km (2014) y Tierra firme (2017). Un sólido film que bien podría haber firmado Richard Linklater, al seguir el embarazo real de la pareja de treintañera que forman unos entregados María Rodríguez Soto y David Verdaguer, escondidos bajo la coartada de unos personajes con los que filtrar su intimidad -de hecho, los padres de Rodríguez Soto aparecen interpretándose a si mismos y mayoritariamente desde una cinta casera-. Con la mirada realista de un autor atento a la crisis de su generación, Els dies que vindran es una sensible y a la vez crítica observación de la preparación para la paternidad, en la que todos los deseos, dudas, expectativas y repercusiones son puestas en la pantalla en un desnudamiento honesto, tan amargo y alegre como la vida misma.

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Cuerpos

 

La cuestión del cuerpo constituyó el punto de atención de controversias como Touch me not (Adina Pintilie), Oso de Oro en Berlín 2018, disertación terapéutica sobre la diversidad de cuerpos y sexualidades, cuyas intenciones son lastradas por una ejecución excesiva que la devalúa llevándola a la gratuidad puntual. Deliberadamente incómoda, Pintilie orbita algo desnortada por la ficción y el documental para culminar en la catarsis de una protagonista con la que es difícil identificarse. Radical, un tanto pedante, esta reflexión de la subjetividad de la belleza no deja espacio para la indiferencia y, tal y como sucede con los personajes, puede generar atracción o repulsa.

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Polarizante también es la nueva gamberrada de Luis Miñarro como director, Love me not (2019), en la que vuelve a acercarse a una figura noble como la Salomé bíblica, hija del rey Herodes, tras su Stella Cadente (2014). Postmodernista hasta la médula, Miñarro bate en un mismo plato la obra de Oscar Wilde ambientándola en la Guerra de Iraq con el western, el melodrama con Douglas Sirk por bandera, e incluso el musical, en una lectura blasfema de la Bíblia que es, a la vez, un canto al amor y al sexo como poderosa arma contra la guerra, en la que la carnalidad, la volubilidad de los cuerpos y lo andrógeno juegan un papel fundamental, parido por un cineasta libre y alérgico a las convenciones, para bien y para mal.

 

Mi vida sin mí

 

La alienación humana vuelve a ser el interés de Rick Alverson en The mountain, inspirada en el pionero de la lobotomía Walter Freeman, la cual sigue la progresiva anulación mental de un joven (Tye Sheridan), que entra en una institución mental en busca de su madre. Fría, distanciada y formalmente inquietante, el film conecta con la era Trump desde el tiempo, ambientándola en la época de la harmonía social y resplandor americano que los nostálgicos republicanos defienden desde sus proclamas de volver a hacer el país grande. Una harmonía social falsa, basada en la subyugación de las masas por parte de las autoridades, con el fin de dirigirlas hacia sus intereses, como puede ser una guerra. Si bien su contenido temático es contundente, la película no termina de cuajar en su conjunto y no deja de ser una suerte de The Master (Paul Thomas Anderson) desmejorado.

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En la difuminación de la realidad individual para llegar a un diagnóstico en clave nacional se adentra A land imagined (Yeo Siew Hua), thriller onírico encumbrado en el pasado Festival de Locarno, concerniente a la investigación de la desaparición de un explotado trabajador en el Singapur contemporáneo, la cual conllevará una paulatina disolución de la identidad del obsesivo detective. Partiendo del individualismo y de un enfoque en el yo de los personajes, Hua traspasa a la colectividad para apelar a la urgencia social y describir lo que es la realidad de la tierra a la que el título se refiere: un templo del capitalismo voraz en el que los derechos humanos están a unos cuantos metros bajo el suelo del capital. Sin poner en duda su valor de denuncia, Hua descarrila privilegiando la imagen a la coherencia, ultimando una levemente tediosa propuesta que no eclosiona en los objetivos a los que aspira, siendo menos profunda y plena de lo que merecía la causa.

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Sobre la idealización de la identidad y de la imposibilidad de suplantación habla Asako I & II (Ryûsuke Hamaguchi), melodrama romántico sobre una japonesa que busca en otro hombre de igual parecido físico la relación perdida con su antiguo amante, desaparecido. Hamaguchi se sirve de la pasión aderezada con repuntes humorísticos para tratar la figura del doppelgänger y la obsesión por reencontrarse con una persona concreta en otro cuerpo, acto que solo puede llevar a la frustración levantada por la incapacidad de sustituir una personalidad por otra, abogando por la creencia en la singularidad de cada ser humano. Una notable idea efectivamente llevada, pero a la que le falta concreción y verosimilitud, dejando menos poso en el espectador de lo previsto.

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Dentro y fuera de la zona de confort

 

Debido a su hiperactividad creativa, Hong Sang-soo ya tiene un puesto permanente en el D’A por partida doble, este año con Hotel by the river y Grass. Lo fascinante de esta segunda es la capacidad para condensar en una hora el universo propio del coreano, en la que sirviéndose de una economía de medios plantea un discurso sobre las relaciones interpersonales y la dificultad de tenerlas y no tenerlas, en una estructura alterada temporalmente donde el metalenguaje y el cambio diegético forman parte. En la íntima sencillez de una pequeña cafetería, Sang-soo despliega una complejidad temática transmitida desde sus filias icónicas como la devoción por la conversación, el sostenimiento del plano y la armonía compositiva. No será su mejor obra, ni más innovadora que otras en su catálogo como The day after, con la que tiene mucho en común, pero sí es otra muestra de un autor que sabe explotar un sello aún teniendo cosas relevantes por decir.

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El golpe de volante lo da un consagrado como Jacques Audiard en su western Los hermanos Sisters, su debut en el cine anglófono. Audiard nos brinda una visión del género moderna sin traicionar a lo clásico, en una estrategia de inevitables ecos coenianos, en la que no abandona su componente social en la descripción de la “Fiebre del Oro” del siglo XIX y sus lógicas aún vigentes. Lo que a simple vista parece un caprichoso divertimento de cineasta acaba siendo un film rebosante de la sincera humanidad que Audiard imprime siempre en pantalla, en la que distribuye en su pareja de hermanos protagonistas la diferentes condiciones del western, atribuyendo la vitalidad y visceralidad a Joaquin Phoenix, mientras que lo crepuscular y cerebral corre por las venas de John C. Reilly, ambos excelentes junto a unos competentes Jake Gyllenhaal y Riz Ahmed. La sombra de John Ford es alargada en esta exaltación de la fraternidad que también revisa en cierto modo la figura del hombre y sus variantes de masculinidad, en el género testosterónico por excelencia. Ante una celebración del cine como la de Los hermanos Sisters, no habrá culpabilidad que consiga sobreponerse al placer que despierta experimentarla en pantalla grande. Lo mismo que ocurre a los asistentes que legitimarán el año que viene una década de goce cinematográfico.

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Crónica Festival D’A 2019